jueves, 13 de noviembre de 2008

Romance de Barrio

Manzi


-Soñar de vez en cuando...
-¿Ella te dijo eso?
-Sí, y fue muy clara
-Pero, y vos ¿Qué le dijiste?
-Que no.

Dos predicadores me decían que mi problema era que no creía ni en mí mismo. Lo primero que se me vino a la mente fue un tango: "... Hoy no creo ni en mí mismo, todo es grupo, todo es falso; y aquél, el que está más alto, es igual a los demás...". Me sonreí pensado en lo desvariada y divagante que puede llegar a ser mi mente, y en lo poco que me importa lo que me digan dos viejos predicadores del oeste. Aunque me percataba de que el análisis de un físico nuclear agnóstico, probablemente, hubiera resuelto lo mismo. Y lo peor era que yo no pensaba en otra cosa que no fuera en mí mismo, tal vez ahí estaba el problema.

Perdido entre tantas cosas de valor, valor real, valor cualitativo, mi valor, el valor de las cuestiones intrínsecamente subjetivas, pero delegadas. Sentí en mi piel cierta tristeza que no era mía, cierta codicia que era muy mía, cierta vejez que pronto me pertenecería, y comprendí como bien planteaba Aristipo de Cirene que las pasiones corpóreas son preferibles a los placeres mentales, por fuerza y por destino propio. Suprimir dolor mi único objetivo, mi dolor, el dolor diario, el dolor que incomoda, el que revuelve estómagos, pero el que no te enloquece, ese dolor burgués, que en pequeñas dosis es delicioso, pero que con el tiempo y en grandes cantidades es insoportable. Dolor que alguna vez fue oyente, fue clarificador, fue educador, fue hacedor de ideas.

Después de una vida de cruces y de cantos sufridos, peregrinaciones lejanas, era para mí necesario desprenderme de ese encierro barrial, y negándome a volver a ese lugar micro-fascista partí con ansias de encontrar el camino de orégano que me llevara hacia el dandismo, a un espacio anarco-individualista. Dejé de lado el "amor" de tres calles que conducían a una parada de colectivo, a una plaza que daba a una pared con un mural sobre Alejandra Pizarnik, a esa belleza muerta de un domingo a la tarde, a una angustia de calles con nombres ingentes. En fin, renegué y partí, porque no me quedaba otra, porque me obligaron.

"Estoy triste en la noche de colmillos de lobo" me acordé de Alejandra; absurdo como mi utopía Stirnerista, contraía enfermedades como la nostalgia y la melancolía, no había antídoto para el recuerdo. Por más que suprimir dolor fuera la idea, la idea no le ganaba a la emoción de lo único que me hacía sentir bien, nada como sufrir tres cuadras para un colectivo que tardara 2 horas, nada como ver un mural de Alejandra, nada como lo extraño, nada como el medio que no gusta pero que es medio para lo que sí gusta. Más triste que la primera vez, menos triste que la tercera, así contaba las cosas... Eso no era placer, era conformismo de llegar a tener placer, otra vez, otra vez.

Así llegué a donde estoy ahora, y me acordé de otro tango: "Tarde me di cuenta que al final se vive igual fingiendo". Y si bien Canet (el que escribió el tango) reniega de la idea, a mí me gusta pensar que tiene un uso más literal.

Tal vez de eso hablaba Aristipo.


Ceniza del tiempo la cita de abril,/ tu oscuro balcón, tu antiguo jardín/ las cartas trazadas con mano febril/ mintiendo que no, jurando que sí./ Retornan vencidas tu voz y mi voz/ trayendo al volver con tonos de horror,/ las culpas que nunca tuvimos/ las culpas que debimos pagar los dos.
(...)

"Romance de Barrio", de Homero Manzi.